Los amados muertos
Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en
una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables
deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los
muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa
de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por
los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta
media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi
alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las
inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda
maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido
cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el
espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el
nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí
es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio
cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.
De haber podido elegir mi
morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos
que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando
la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con
júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!
Mi temprana infancia fue de
una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido,
enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui
relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban
de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles
que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar
en ellos, de haberlo deseado.
Como todas las poblaciones
rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus
imaginaciones maldicientes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad
aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda
en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban
abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían
algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y
misteriosos acerca de un tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera
por nigromante.
De haber vivido en una ciudad
más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera
superado esta temprana tendencia al aislamiento.
Cuando llegué a la
adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de
alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi
desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable
insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un
sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad
era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral
era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía asegurarse que el
pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria.
Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente.
Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo
representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo
ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas
condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada
fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de
ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos
de tales ocasiones.
Algo en la estancia
oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones
de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los
ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía y captó mi atención.
Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por
la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo.
Por primera vez, estaba cara
a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de
arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que
el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho. Me sentí
sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan
furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras
rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse
originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando
silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia
que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación.
Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo
tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados
del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino
salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como
tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica.
Una salvaje y desenfrenada
sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal
me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd
tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el
cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era
como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir… alguna
abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de
Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio
de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre;
pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material
para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la
quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad.
En uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no
era la total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia
del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me
turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los
maldicientes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera
soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser
leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el
execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para
siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo
de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis
conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres.
Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza más inesperada, y tan
genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y
contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis.
De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante
enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí
de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la
carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la
cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese
diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me
vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía
que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría,
dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis
anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la
madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a
través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de
mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la
espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético
por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía,
me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como
aprendiz.
El golpe causado por la
muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber
sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión,
la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente,
tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el
objeto de mi primera lección práctica!
También él murió bruscamente,
por culpa de alguna afección cardiaca insospechada hasta el momento. Mi
octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la
inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta
de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista.
No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos
que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras
trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.
Amor sin par era la nota
clave de esos conceptos, un amor más grande -con mucho- que el que más hubiera
sentido hacia él cuando estaba vivo.
Mi padre no era un hombre
rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo
suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una
especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso
total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la
sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para
mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que
me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me
proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una
ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente
útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la
Corporación Gresham, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la
ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos… porque
ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me apliqué a mi tarea con
celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y
pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al
establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de
irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias
que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación… aunque cada
satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían
muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los
abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de
la ciudad.
Llegaron entonces las noches
en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas
calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la
medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se
camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta
empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los
periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los
detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre
abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y
sospechas contrapuestas y extravagantes.
Con todo, yo sentía una
suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un
empleado de pompas fúnebres -donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos
cotidianos- abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría
la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando
el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de
manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática
hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la
posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis
deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando,
ese doble y postrer placer tenía lugar…¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en
que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de
mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los
muertos que amaba… ¡los muertos que me daban vida!
Una mañana, el señor Gresham
acudió mucho más temprano de lo habitual… llegó para encontrarme tendido sobre
una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del
cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una
mezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me
indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un
largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi
impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta
atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban
mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el
responder sólo lo reafirmaría en su creencia de mi potencial locura… resultaba
mucho mejor marcharse que invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis
actos.
Tras eso, no me atreví a
permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto
descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo
en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un
crematorio… cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la
muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra
Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver,
cuatro años de infernal osario ensangrentado… nauseabundo légamo de trincheras
anegadas de lluvia… mortales explosiones de histéricas granadas… el monótono
silbido de balas sardónicas… humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1…
letales humaredas de gases venenosos… grotescos restos de cuerpos aplastados y
destrozados… cuatro años de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una
latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más
tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenham.
Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que
los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había
un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo
considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las
persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda
confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que
ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con
las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la
maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo
esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido
totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos
a Bayboro.
Aquí, también los años habían
traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos
casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de
guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que
aún existía, pero con nombre desconocido y un “Sucesor de” sobre la puerta,
puesto que la epidemia de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras
que los muchachos estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición
me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto
recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta.
Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación.
Entonces volvieron erráticos
recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo
de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución,
lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa
amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes,
comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado a la ciudad
años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus
enmarañados pliegues… ¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de
la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los
períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo,
pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a
proseguir.
Durante todo este tiempo, mi
mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia
que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en
alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para
identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un
rastro fugitivo, detrás… no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí
lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el
espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más
muerte para acelerar mi enervado espíritu.
Enseguida llegó la noche en
que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre
el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía
firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo
de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta.
Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de
los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras
las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando
inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras
casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé
en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose
unos 60 kilómetros hasta alcanzar los arrabales de Fenham. Si podía llegar a
esa meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de
cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de
árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos
tratando de estorbarme con su burlón abrazo.
Los diablos de las funestas
deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado
mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde,
macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de
Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a
sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza
de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había
oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la
maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se
había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales.
El hambre roía mis tripas con
agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con
mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del
estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de
mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el
pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía
que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una
lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de
satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis
movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como
un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por
algún invisible acólito de Satanás.
Y aun mi alma endurecida por
el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal,
el lugar de mi retiro de juventud.
Luego, esos inquietantes
recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las
podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde
había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el
alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos
listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las
familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos me indicaron el
lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití un vistazo de
éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una
pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez.
La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno, podían esperar. Mis engarfados
dedos se deslizaron hacia su garganta…
Horas más tarde volvía a ser
el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos
cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día
invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la
temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido
descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente
relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera
vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de
identidad… las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas.
Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de
una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa
noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los
bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la
renovada persecución… el distante ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la
larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza
menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la
perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la
exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos.
Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la
medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres
años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes
de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi
destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado
escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una
eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El
nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del
alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía
lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos para que me encuentren y
me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos
desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una
puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho
mejor- que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta
relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo
que hice.
¡La navaja de afeitar!
Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja
ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un
rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada… cálida, la
sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas
lápidas… hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición… dedos
espectrales me llaman por señas… etéreos fragmentos de melodías no escritas en
celestial crescendo… distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco
acompañamiento… un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias
sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro… fantasmas grises de
asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla… abrasadoras lenguas
de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma… no puedo…
escribir… más…